Un nuevo campo de batalla
Sema D’Acosta
El cuerpo desnudo de una mujer puede resultar problemático al exhibirse en público. Cuando se convierte en soporte de un mensaje, su sensualidad se anula y prevalece el reclamo. Si la actitud además es contestataria, cunde el desconcierto. «Si quieres verme las tetas vas a tener que leer mi eslogan» sintetiza durante una entrevista Lara Alcázar, líder de Femen en España e iniciadora del movimiento en nuestro país. Desde siempre, la desnudez en el arte ha sido vista con naturalidad. Sobre todo, claro, la desnudez de las mujeres. Han sido modelos y musas durante siglos. Su posición estaba determinada por la mirada masculina, que logra amoldar a su medida un estereotipo pasivo de feminidad que oscila de la insinuación al decoro, según el contexto. Nuestro imaginario artístico, que forja un canon de belleza a partir de la Grecia Clásica, exalta la perfección física y la proporción del cuerpo. Ese patrón asumido es por supuesto un ideal creado, pero ha calado como una verdad categórica. La figura femenina nunca había sido un lugar de conflicto hasta hace pocas décadas. Más bien, representaban la sublimación de las formas que soñaban los varones. Al convertir ese espacio de deseo en un campo de batalla, se crea una interesante intersección entre la reivindicación y la carnalidad, un cruce de contradicciones que ayuda a evidenciar una desigualdad histórica y pone el foco en aquello que gusta mirar a los hombres… pero de manera distinta a lo que ellos esperan.
Desde la pintura, el proyecto ‘Más allá del cuerpo’ de María Carbonell (Murcia, 1980) plantea una reflexión abierta sobre el activismo de las mujeres que usan su propia desnudez como forma de protesta. Ya sea como performance o como manifestación pública, en los últimos años diferentes grupos feministas han entendido que ese era el lugar adecuado para reclamar visibilidad en los medios de comunicación y las redes sociales. No basta con indignarse o salir a la calle, hay que quitarse la ropa para de verdad llamar la atención y tener eco. Es tan sencillo como primario. Baste un ejemplo reciente: para protestar por la violencia en su país la cantante Mon Laferte muestra sus pechos en los Grammy Latinos 2019 y su imagen se convierte en trending topic e inunda los periódicos internacionales durante días. “En Chile torturan, matan y violan” escribió en su torso. Y sobre su cuello, un pañuelo verde a favor de la legalización del aborto. Hay que ser muy valiente para arriesgar de este modo sobre una alfombra roja de ese calado, con cámaras a diestro y siniestro, dejando en evidencia a un gobierno… y ante la mismísima industria musical de la que depende su trabajo. Ése era precisamente el sentido de su gesto, dar difusión internacional a una situación de injusticia, dar voz a los que no pueden hacerlo. Una foto directa, franca, complicada de evitar para la sociedad global en la que estamos inmersos. En la era de Instagram, pocas veces un retrato de alguien conocido había resultado tan subversivo desde la incomodidad. El cuerpo es sin duda un terreno político que puede servir para delatar las opresiones del sistema.
Ahora, un símbolo poderoso de independencia y libertad es el cuerpo de una mujer. Una trinchera donde ser una misma, donde poder reclamar y decidir. Aunque esto sea obvio para mucha gente, no es fácil comprender el profundo significado de esta conquista. En el imaginario colectivo del patriarcado tradicional del que provenimos, la mujer estaba por detrás, su papel era de sumisión a los hijos y las tareas del hogar. También en España. Recordemos que hasta hace pocas décadas, durante el régimen franquista, una mujer pasaba de su padre a su marido y no podía ni abrir una cuenta en el banco ella sola. Su autonomía laboral y jurídica era incompatible con su destino biológico. Indefectiblemente, su marco de acción estaba condicionado por los dominios del hombre que debía tutelarla. Y ese peso del entorno, cala y perdura. De hecho, ha sido una consideración general aceptada por la publicidad, la televisión o el cine durante el siglo XX. Cuentan los policías que atienden casos relacionados con la violencia de género, que cuando se entrevista a los maltratadores en comisaría y lloran arrepentidos tras haber matado a su pareja, muchos de ellos añaden al final -como una letanía atenuante que confunde enajenación con homicidio-, que la culpa fue del amor. Mientras enjugan su desconsuelo aferrados al sentimiento como si la vida fuese una copla de Quintero, León y Quiroga, arremeten contra el querer por haberles cegado, por haberles llevado a tal estado de pasión ilimitada que la turbación les ha podido y no sabían lo que hacían. La excusa, tan ruin como ególatra, no sólo es miserable, sino que además evidencia un estado social más común de lo que parece: la cosificación de la mujer como si fuese una posesión personal sobre la que decidir, un lote a capricho sobre el que disponer por encima incluso de la opinión o el sentimiento de ella. Ya lo dice la famosa canción de Armando Manzanero: Mía / aunque con otro contemples la noche / y de alegría, hagas un derroche. / Nunca lo olvides, sigues siendo mía, un bolero bastante conocido en Latinoamérica y sobre todo en México.
Esta popular canción es de hace medio siglo, por suerte los tiempos van cambiando. Ahora las jóvenes optan por otras referencias mucho más solidarias que se rebelan contra estos presupuestos machistas. El himno feminista del momento repite una letra pegadiza que se ha hecho expansiva, como una ola planetaria de compromiso, hasta unir a millones de mujeres anónimas por infinidad de ciudades de cualquier sitio, desde Madrid a Nueva Delhi: “Y la culpa no era mía, ni donde estaba, ni como vestía”, exalta el estribillo de ‘Un violador en tu camino’, la canción del colectivo chileno Lastesis a la que recurren todas las concentraciones de descontento social protagonizadas por mujeres hoy, una especie de happening colectivo donde, para acentuar el dramatismo de la escena, también se vendan los ojos de negro. La convicción de este grito universal actúa como apoyo y catarsis. Se convierte en una queja ecuménica, en un acto de extraordinaria solidaridad que, por suerte, posibilita la cristalización de cambios hacia un nuevo orden social en construcción.
El mérito de este trabajo de María Carbonell no está sólo vinculado al contenido de la serie, ya por sí misma combatiente e inconformista, sino también en hacerlo desde un territorio como la pintura, un lugar de resistencia donde defender una manera de contar (aparentemente) poco relacionada con posiciones feministas, más próximas a la fotografía, el video o la performance y en sus desarrollos a la escultura o la instalación. Su obra es expedita y remite al mundo supra-visual del siglo XXI. Las situaciones que retrata están extraídas de instantáneas encontradas en Internet, imágenes descontextualizadas que mezclan manifestantes desnudos con paisajes desubicados, varios de ellos bosques en algunos casos nevados. La contradicción entre el fondo y las figuras, grupos de gente que reclaman no se sabe bien dónde ni a quién, acentúa la sensación de desapego entre los supuestos receptores del mensaje y sus emisores. Se percibe la tensión del trance, pero es un clamor ahogado que rechina como un timbre seco. Aquí no estamos ante el tipo de pintura densa y ambigua de Marlene Dumas, excepcional en los primeros planos; tampoco ante los irónicos signos sobre cuadros de Rosemarie Trockel que cuestionan atribuciones históricas. Observamos otra cosa, un naturalismo que no reniega de su origen fotográfico, que no evita enseñar la ascendencia. Su lectura se rige por reglas recientes, brotadas en la última década; aunque el soporte denota puntos en común, la forma de tratar el tema es diferente, Carbonell usa un código en auge donde lo literal-figurativo se impone a lo abstracto-alegórico.
El proyecto se inicia con una investigación sobre los colectivos feministas y su incidencia en el dominio social que compartimos los ciudadanos. Una vez la artista se ha adentrado en el asunto y ha ido avanzando en la búsqueda de materiales válidos para un uso posterior, decide incluir también a grupos masculinos, ampliando sus horizontes y asumiendo que esta lucha por la paridad es algo que nos incumbe a todas y todos. Lo fundamental para ella son aquellos grupos humanos que defienden el activismo como acción política dentro del espacio público, especialmente los que usan el cuerpo desnudo como estrategia de conflicto. Asimismo, en relación con las cuestiones que trata el proyecto, este trabajo recupera un interesante episodio de hace más de un siglo que sirve, en cierto modo, para cerrar un círculo en torno a la evolución de las posiciones feministas desde sus inicios hasta ahora, justo desde la maduración de las revoluciones burguesas decimonónicas hasta la sociedad digital e hiper-conectada de nuestros días. Nos referimos al ataque contra ‘La Venus del espejo’ de Velázquez protagonizado en 1914 por la militante sufragista Mary Richardson, que armada con un cuchillo de carnicero logra asestar siete puñaladas a esta emblemática pintura exhibida en la National Gallery de Londres. Su violenta reacción fue provocada por la detención el día anterior de su admirada Emmeline Pankhurst, destacada líder de ese movimiento en Reino Unido para la que el fin, que no era otro que el reconocimiento del derecho al voto de la mujer, sí justificaba los medios. De hecho, su actitud contestataria abogaba por la utilización de tácticas como el sabotaje, el incendio de comercios o los atentados contra los domicilios privados de los gobernantes. Richardson lanzó toda su ira contra esta obra argumentando que representaba el cuerpo más hermoso de la mitología clásica a la mirada de los hombres, una imagen objeto de deseo que impendía la compresión de una mujer en su sentido completo como persona. Como consecuencia de esta agresión, este cuadro pasó para mucha gente de ser un símbolo de belleza física a representar un nuevo tipo de paradigma moral femenino.
Los fotograbados de esta serie muestran las heridas del lienzo de forma directa. Funcionan como una deriva conceptual que entreabre puertas distintas a la pintura. Es común a ambos el tratamiento con espray rosa fluorescente, un rasgo que se hace característico en el conjunto. No sólo es significativo por lo que implica este color, distintivo de lo afeminado, sino principalmente por el modo agresivo de ponerlo sobre la tela o papel, una manera que lo acerca a las prácticas combativas de los manifestantes que han servido de base para los cuadros. Este rasgo final posee algo espontáneo y al mismo tiempo beligerante, permite entender la posición de la artista, que toma partido de manera activa para subrayar así su actitud comprometida con los motivos que trata su obra.